El espejo de mi cuarto de baño está instalado más bien en posición elevada, de manera que tan solo soy capaz de ver la parte alta de mi cuerpo; cuando me afeito, me peino o me lavo los dientes hay ocasiones en las que ya me llaman la atención las señales del paso del tiempo en mi cara y mi cuello, además de que mi zona torácica no es precisamente -no lo ha sido nunca- la de un tipo deportista y bien plantado. Pero como ni en el baño ni en mi cuarto existe un espejo de esos en los que uno se ve de arriba a abajo, cuando en algún otro lugar me topo con uno de esta naturaleza la imagen que se refleja es de la que mueven a la depresión.
Quien esto escribe tiene ocasión de codearse con personas que se creen importantes, igualmente conoces a otras que, sin tratarte habitualmente con ellas, compruebas que andan por la vida de triunfadores, están encantados de conocerse, incluso, reconozcamoslo ya, hay veces en que uno mismo se descubre rezumando orgullo de su status, de sus supuestos logros, mientras también tiene ocasión de escuchar a quienes proyectan ese orgullo sobre terceras personas, de quienes hablan con una admiración que en ocasiones corre el peligro de ser babeante. Por lo que a mi respecta, me basta con mirarme al espejo para bajar cualquier ínfula, una mirada que será aún más elocuente y desmitificadora cuando te enfrentas a ese espejo tal como tu madre te trajo al mundo, porque pocas cosas son tan reveladoras como la propia desnudez.
La plenitud física dura muy poco, si es que se llega a tener, y también los grandes banqueros, los divos de la música y el teatro, los campeones deportivos, los lideres políticos, los empresarios más punteros, las mujeres más bellas, ... se estremecerán cuando contemplen la carne flácida, la barriga prominente, la piel entumecida, las arrugas irresolubles, ... todas las desoladoras manifestaciones, que siempre van a más, de la decadencia. Sí, basta mirarse al espejo para descubrir que somos muy poca cosa, que la belleza externa es fugaz y efímera, que Miguel Angel Buonarotti o Diego Velázquez no podrían realizar ni escultura ni cuadro hermosos con nuestro cuerpo, mucho más adecuado a las pinturas más tenebristas de Goya.
Pero también es cierto que basta mirarse al espejo para olvidarse de nuestras glorias y pensar que hay bellezas más duraderas, que la corruptibilidad mueve a buscar lo incorruptible, que la conciencia de lo que se escapa lleva a desear encontrar lo permanente. Oscar Wilde nos lo relata magistralmente en "El retrato de Dorian Grey", el protagonista comete un error tan grave como vender el alma al demonio, y es desear la eterna juventud, algo que no puede sino engañarnos día tras día, es necesario ese espejo al que se enfrenta nuestra desnudez para descubrir nuestra realidad.