"La felicidad es un artículo maravilloso: cuanto más se da, más le queda a uno."
(Blaise Pascal)
Todos queremos ser felices; es posible que cada uno veamos este hecho de manera distinta: ni todos tenemos las mismas aspiraciones, ni nos movemos en los mismos ambientes ni defendemos idénticos ideales. Pero cada uno a nuestro modo deseamos, a veces ansiosamente, unir nuestro camino al de la felicidad. Se puede ser feliz pasando un momento grato entre amigos, contemplando un paisaje bello, disfrutando de la sonrisa y la alegría de un niño pequeño o celebrando un éxito, un aniversario o un acontecimiento, pero éstas suelen ser situaciones pasajeras, puntuales y uno aspira a algo más permanente y de más calado.
La frase de Pascal, un hombre dotado de una inteligencia y una clarividencia especial, puede darnos una de las claves principales: no hay felicidad si la nuestra no la ofrecemos a los demás, no la compartimos. Ser feliz está reñido con el individualismo egoísta, con la acaparación de lo que nos satisface: nuestra felicidad es proporcional a nuestra capacidad para darnos a los demás. Solamente seremos felices cuando deseemos fervientemente que el otro lo sea, cuando antepongamos la satisfacción del más próximo a la nuestra propia.
Es posible que con lo que dice el matemático, físico, filósofo y teólogo francés nos bastara para ofrecer las pistas adecuadas a nuestra incesante búsqueda de la felicidad, pero siempre hay matices, detalles, aspectos a los que seguir dando vueltas.
Me planteo que buena parte de nuestra felicidad depende de lo satisfechos que estemos con nosotros mismos. Y no estoy hablando de conformismo, pues evidentemente uno tiene que tener capacidad de autorreflexión para rectificar sus errores, para limar sus defectos, sino de saber asumir el lugar que ocupamos en el mundo, las capacidades que tenemos y nuestro modo de ser. Porque me parece que mucha insatisfacción viene derivada bien de una rebeldía por no ser o tener lo que nos gustaría, bien de un complejo, frecuentemente injustificado, ante lo que vemos en los demás. No seremos felices hasta que no nos aceptemos como somos, hasta que no seamos capaces de reirnos de nosotros mismos, de andar por la calle sin pensar -ni un segundo- ni en el aspecto que tenemos ni en la opinión que de nosotros tiene el resto.
En una sociedad tan competitiva es fácil caer en la ambición de poseer: dinero, títulos, cargos, coches, propiedades, ... espejuelos que nos ciegan y cuya falta nos produce una ridícula frustración. Habría muchos argumentos para desmontar estos tristes desencantos, algunos tan profundos como la realidad de que al otro mundo nos vamos desnudos y con los bolsillos vacíos y otras mucho más superficiales como la imagen dudosamente elegante de tres señoras taponando la acera con sus abrigos de visón o unos cuantos políticos dándose codazos para afianzar su lugar protocolario en un acto público. En uno y otro de estos ejemplos, una mente cuerda tiene que llegar a la conclusión de la suerte que tiene de no necesitar ni visones ni prebendas para dar gracias a la vida.
He hablado antes de esos complejos ante la excelencia ajena: de esto creo que se bastante, por propia experiencia. Me parece que es un mal que se puede curar con los años, siempre, eso sí, que junto al calendario avance la experiencia y uno la asimile. No hay más que empezar a conocer al personal para ver que todos tenemos nuestra goteras, físicas, psíquicas y espirituales, que nadie es perfecto -ni de lejos-, que quien más quien menos tiene su secreto inconfesable. Puede ser un grave error pretender ser como fulano o como mengano, fundamentalmente porque dudo que eso sea lo que se nos pide: hemos de conformarnos con ser lo que somos y cómo somos, eso sí en nuestra mejor versión.
Hay muchos obstáculos para obtener y mantener la felicidad; además muchas veces el que éstos no merodeen nuestra existencia no depende de nosotros: la enfermedad, la incomprensión, el aislamiento, la ruina económica, ... son circunstancias que pueden ser inevitables. Es entonces cuando nuestra felicidad es puesta a prueba y solemos necesitar algo o alguien que sirva de contrapeso, de apoyo: Dios, que siempre está ahí, que no es un personaje lejano, impasible e implacable, la propia familia, nuestros seres más cercanos y nuestros amigos, quienes lo sean de verdad. Y es que no me cabe ninguna duda que haber encontrado a Dios, contar con El en nuestra vida, saber cuidar, con mayor o menor lejanía según el caso, nuestras relaciones familiares y cultivar la amistad de quienes son nuestros verdaderos amigos -habitualmente pocos y buenos- contribuye a alcanzar la felicidad, algo que hay que compartir, que necesitamos con mayor fuerza conforme pasan los años y que si bien no la podemos alcanzar sólos, siempre tenemos que dar el primer paso.