" ... ¿Zaragoza se rendirá? La muerte al que esto diga.
Zaragoza no se rinde. La reducirán a polvo: de sus históricas casas no quedará ladrillo sobre ladrillo; caerán sus cien templos; su suelo abriráse vomitando llamas; y lanzados al aire los cimientos, caerán las tejas al fondo de los pozos; pero entre los escombros y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde...."
Benito Pérez Galdós, "Zaragoza"
Cuando todavía estaba cursando cuarto de primaria, de ese bachiller antiguo que ahora suena a época ancestral, tenía un profesor de lengua con bastante iniciativa, de esos que hacen trabajar bastante y del que guardo un excelente recuerdo. En una ocasión nos puso como tarea hacer una redacción sobre un monumento de Zaragoza y recuerdo perfectamente que la mayoría optamos por la Basílica del Pilar o la Puerta del Carmen. Y empiezo con este lejano recuerdo infantil para resaltar cómo para los zaragozanos estas cuatro piedras que siguen firmes en medio de la ciudad tienen una relevancia equiparable a al lugar que supone el centro indiscutible de la capital aragonesa.
La Puerta del Carmen es de estilo neoclásico y fue construida en el año 1789 por el arquitecto Agustín Sanz; constituía una de las doce puertas de entrada a la ciudad. Hay quien dice que su valor artístico es escaso, pero no hay ninguna duda de toda la enorme simbología de un monumento que fue bastión de la resistencia aragonesa durante los Sitios de Zaragoza, y aún en su estructura quedan visibles las huellas de los proyectiles franceses. Cuando uno pasa por delante de esta puerta siente -o debería sentir- que el pasado sigue vivo, que a pesar de que el tiempo avanza y tantas cosas cambian, sigue existiendo un espíritu que nos une con ese pasado.
Mis primeros 19 años de vida los viví en el Paseo María Agustín, y la Puerta del Carmen fue testigo de mil episodios infantiles, de la misma manera allí sigue estando mi casa familiar y la misma Puerta, restaurada y reforzada tras un episodio accidental que la dañó, continúa presenciando mi vida con una frecuencia que procuro no sea escasa. Desde la parada del autobús del colegio, pasando por el trolebús de la Ciudad Jardín que le daba la vuelta y por esos edificios que se fueron construyendo y elevaron la altura del Paseo, la cercanía, hasta hace bien poco, de "Agreda Automovil", con sus autobuses blancos y verdes, auténtica fuente de llegada a la gran urbe desde todos los rincones de la provincia y las calles contiguas.
En la Puerta del Carmen confluyen hasta cinco vías; en primer lugar el citado Paseo María Agustín, que honra a otra heroína de los Sitios y nos dirige hasta el padre Ebro; en las inmediaciones del monumento destaca la esquina del Convento de Monjas, con su característico ladrillo rojizo, a su lado creció el edificio "Ebrosa", que en su momento parecía el "acabose", con su oscuro pasaje en el que se ubicaba la Cafetería "Gurrea" y la nueva sede de los Carmelitas; en la cera de enfrente, junto a la vieja estación de "Agreda" cerrada en 2006, había en los sesenta una pescadería, así como una pequeña confitería que atendían dos circunspectos hermanos, él se llamaba Carlos y en casa le llamábamos "Carlitos", era calvo y llevaba boina y cuando se quitó el yugo opresor de su hermana, que parecía de armas tomar, se casó ya talludito con una señora que le doblaba en envergadura, a su lado había una perfumería de esas en las que se vendía colonia a granel.
En el polo opuesto está el Paseo Pamplona, de una elegancia especial y que da entrada a la zona más noble de la ciudad, allí estaban el histórico Cafe de Levante, ubicado hoy en la cercana Calle Almagro y que tenía el sabor de los cafés de novela, y una pastelería con cierto aire rancio llamada "Nunell"; el Paseo Pamplona suponía una elevación en la calidad de las casas e iba a parar hasta la Plaza Paraíso, en lo que ahora es Paraninfo y entonces Facultad de Medicina, con los cuatro señores de piedra de los que solamente supe alguna vez que uno de ellos era Miguel Servet y junto a la que estaba un chiringuito llamado "Polo Norte" donde servían, entre otros productos, bebidas, cubanos, chuches y pepinillos.
Al sur se halla la calle de Hernán Cortés, vía de la que recuerdo una papelería de nombre "Cubero" en la que me solían preguntar si me comía el pegamento y donde gasté en su momento la intemerata en cuadernos, bolis BIC y más de un capricho, más arriba se ubicaba un cuartel donde siempre encontrabas un soldadito haciendo guardia y a la derecha, separando la salida de los autobuses de Agreda, dos restaurantes: el "Mesón del Carmen", que aún sigue en pié y la "Taberna Aragonesa"; también existía otra pastelería de viejo estilo-"Armisen"-, un convento de monjas del que guardo un recuerdo borroso y la mercería "Santa Rita", que regentaba una familia al completo: el padre y el hijo al mostrador, la madre zurciendo y la hija en la caja.
En dirección contraria, lo que ahora es César Augusto, era antes llamado General Sanjurjo y allí conocí la vieja sede de los Carmelitas, una papelería vetusta que regentaba un señor vetusto que vendía productos vetustos e incluso recuerdo un bar pequeñísimo con aroma a sardina y boquerones y una confitería que me suena se llamaba "Viena Calatayud" y atendía un individuo bajito de bigote y chaleco; en algún lugar se erigía una tienda de tejidos llamada "Montolío", una especie de mercería en que vendían más barato si el producto tenía tara.
En diagonal, dirigiendo el monumento hasta la Plaza Aragón, donde siempre ha dominado la estatua del mismísimo Juan de Lanuza, está la calle Canfranc, en la que continúa vivo y fuerte el que fuera mi primer colegio, "La Enseñanza", donde tantas veces me dirigí con cartera oscilante, bocadillo pequeño y zapatos "Gorila"; y me compraba el suizo y la chocolatina Nestlé en la actual pastelería "Canfranc", que entonces era mucho más pequeña y mucho más barata, a su lado estaba una papelería diminuta y que llamaba poco la atención y, por supuesto, "Los Sitios", que es uno de esos bares a los que no les parte un rayo, imagino que porque están bien gestionados.
Muchos establecimientos ya no están, los nombres de las calles no coinciden todos con los de ahora, las personas que rondaban por la Puerta del Carmen han ido partiendo a la otra vida, pero las piedras siguen firmes, resistiendo el paso del tiempo, los cambios de rumbo, los caprichos de los gobernantes y las vicisitudes de los ciudadanos. Cada vez que veo la Puerta del Carmen es como si el mundo se hubiera detenido, y hasta en un instante de evasión, en uno de esos momentos en que das cuerda a los sueños, vuelvo a ver las mismas personas y el mismo paisaje, a revivir los mismos sucesos, porque es posible que ella los conserve para que no muera el recuerdo.