Pasear por Madrid es hacerlo por una ciudad cosmopolita y plural; allí puedes ver de todo y no parece que ya queden formas, indumentarias, actitudes y maneras de hacer que llamen la atención. En algunos lugares concretos, como puede ser el Barrio de Salamanca, y muy en especial toda la zona que abarcan las calles de Goya, Serrano y Velázquez, permiten contemplar a una serie de personajes que podrían tener el común denominador de haber comido siempre caliente y tener una notoria preocupación por su aspecto exterior. Me falta experiencia y suficientes horas en ambiente para saber distinguir el grano de la paja y delimitar la frontera que separa los pijos cualificados de quienes deambulan por las vías de la apariencia, aunque puede que haya en todos un poco de todo. Pero en pocos sitios como las calles referidas he observado funcionar de modo habitual a personajes de revista de moda, a individuos que no han dejado un milímetro a la improvisación. Cada cual puede vestir y acicalarse como quiera y pueda, por supuesto, pero no puedo evitar llegar a conclusiones, fundamentalmente tres: cuando hay una apariencia de vestimenta forzada, de pulcritud máxima hasta el detalle, la elegancia pierde uno de sus elementos principales: la naturalidad, y por lo tanto empieza a dejar de ser tal; en ocasiones detrás de determinadas formas de vestir y/o peinarse uno intuye cierta resistencia a mostrar el transcurso del tiempo, algo que a la falta de naturalidad añade ciertos aires de inmadurez mientras que, finalmente, existen modos y maneras que lo único que consiguen es apartar a la persona de sus semejantes, crear en su entorno un aire de élite que ni le conviene ni suele estar justificado y convertirse en seres lejanos, de otro planeta, inaccesibles.
En este sentido, me llamó la atención en mi penúltima estancia en la capital del reino cuando, tras verme obligado a subir desde abajo hasta arriba la calle Velázquez me crucé con unos cuantos sesentones -puede que algunos ya hubieran llegado a la década siguiente- que lucían unos pantalones de colores chillones: rojo, verde fuerte, azul cobalto, amarillo, ..., todos ellos con apariencia de haber costado importes prohibitivos para la mayoría de los españoles. No estoy criticando y ya he dicho que cada cual puede vestir como le da la gana y emplear su dinero según le plazca, en buena lógica siempre que cumpla sus obligaciones morales con quien las tenga, pero me parecen detalles que dejan entrever una especie de rebeldía ante algo tan irreversible como la llegada de la vejez, una circunstancia que se debe saber llevar con toda la dignidad y la deportividad del mundo sin necesidad de tanto "cante".
En Madrid, como en otros lugares como puede ser Sevilla, se ve mucha gomina; de nuevo tengo que empezar respetando el gusto de cada cual, que ningún mal se hace cargando el cabello con fijador, es más, en diversas épocas de mi vida he sucumbido a la tentación de ponérmelo yo. Hace unos cuantos miércoles, cuando regresando de mis vacaciones paseaba por la Gran Vía madrileña, me llamó la atención la presencia de un joven "engominado" que paseaba en compañía de otro; iba completamente trajeado, con terna azul oscura y camisa de rayas, su pelo presentaba un aspecto totalmente monolítico, es más, el propio individuo daba una impresión monolítica, a la vez que ofrecía ese aspecto de elegancia forzada al que antes me refería, de distinción artificial y despersonalizada. A veces la gomina facilita la presencia en la parte final del pelo de unos "ricillos", incluso un manojo de pelo, como a modo de remolino, que se junta en medio ... y vuelvo a repetir, que parece forzado, como si quienes lo llevan así fueran personajes salidos de un molde.
Y el mismo miércoles, en la sala "Club" de Atocha me tropecé con otro personaje muy de esta onda, otro individuo que no cumple los 60 y "va de juvenil", lo que un viejo compañero de carrera llamaba un "madurete"; destacaba por su blazer azul marino, con forro color grana, y un pelo blanco echado para atrás que dejaba una melenilla llamativa, una melenilla que no puede disimular ni las entradas, ni las canas ni la arrugas ... Y vuelvo a insistir, que cada cual vaya como quiera, solamente he pretendido reflejar un tipo de personal que me llama la atención, y donde seguro que uno se encuentra muy buena gente.
En este sentido, me llamó la atención en mi penúltima estancia en la capital del reino cuando, tras verme obligado a subir desde abajo hasta arriba la calle Velázquez me crucé con unos cuantos sesentones -puede que algunos ya hubieran llegado a la década siguiente- que lucían unos pantalones de colores chillones: rojo, verde fuerte, azul cobalto, amarillo, ..., todos ellos con apariencia de haber costado importes prohibitivos para la mayoría de los españoles. No estoy criticando y ya he dicho que cada cual puede vestir como le da la gana y emplear su dinero según le plazca, en buena lógica siempre que cumpla sus obligaciones morales con quien las tenga, pero me parecen detalles que dejan entrever una especie de rebeldía ante algo tan irreversible como la llegada de la vejez, una circunstancia que se debe saber llevar con toda la dignidad y la deportividad del mundo sin necesidad de tanto "cante".
En Madrid, como en otros lugares como puede ser Sevilla, se ve mucha gomina; de nuevo tengo que empezar respetando el gusto de cada cual, que ningún mal se hace cargando el cabello con fijador, es más, en diversas épocas de mi vida he sucumbido a la tentación de ponérmelo yo. Hace unos cuantos miércoles, cuando regresando de mis vacaciones paseaba por la Gran Vía madrileña, me llamó la atención la presencia de un joven "engominado" que paseaba en compañía de otro; iba completamente trajeado, con terna azul oscura y camisa de rayas, su pelo presentaba un aspecto totalmente monolítico, es más, el propio individuo daba una impresión monolítica, a la vez que ofrecía ese aspecto de elegancia forzada al que antes me refería, de distinción artificial y despersonalizada. A veces la gomina facilita la presencia en la parte final del pelo de unos "ricillos", incluso un manojo de pelo, como a modo de remolino, que se junta en medio ... y vuelvo a repetir, que parece forzado, como si quienes lo llevan así fueran personajes salidos de un molde.
Y el mismo miércoles, en la sala "Club" de Atocha me tropecé con otro personaje muy de esta onda, otro individuo que no cumple los 60 y "va de juvenil", lo que un viejo compañero de carrera llamaba un "madurete"; destacaba por su blazer azul marino, con forro color grana, y un pelo blanco echado para atrás que dejaba una melenilla llamativa, una melenilla que no puede disimular ni las entradas, ni las canas ni la arrugas ... Y vuelvo a insistir, que cada cual vaya como quiera, solamente he pretendido reflejar un tipo de personal que me llama la atención, y donde seguro que uno se encuentra muy buena gente.