Conocí a Carmen en Tarragona a principios de los años 90; coincidimos por vez primera formando parte de una mesa redonda organizada por el APA de un colegio privado con el fin de explicar a los padres la problemática de las drogas. A partir de entonces surgió entre ambos una buena amistad y seguimos colaborando en nuestro afán de abrir los ojos a los jóvenes sobre esa realidad sórdida, triste y peligrosa. Aunque he hablado de colaboración y de afán mutuo como si nuestro actuar hubiera sido equiparable, la realidad es que siempre fue ella la que tiró de mí, la que me contagió sus inquietudes y su entusiasmo.
Carmen tenía una historia que contar: la de su hijo José Luis. Ella estaba casada con un hombre buenísimo con quien tuvo cuatro hijos, tres mujeres y un varón. Eran la típica familia española de clase media: vivían sin alardes ni estrecheces, se querían y eran felices. El drama surgió cuando, sin previo aviso, sin casi haberse dado cuenta, descubrieron que José Luis era adicto a la heroína. Eran tiempos en que había muy poca información y Carmen, una mujer inconformista y luchadora se vio completamente impotente para poner remedio al mal de su hijo. En el transcurso de una redada, José Luis cayó de una terraza cuando huía de la policía y falleció.
Leí el otro día que es una necedad afirmar que se ha superado la muerte de un hijo, porque es algo que marca para siempre, que se lleva consigo el resto de la vida. Carmen era fuerte, muy fuerte y tenía una arraigada y sólida fe en Dios, pero lo que le había ocurrido a su hijo quedó grabado en su interior de modo permanente. Pero junto a las lágrimas surgió, con un vigor increíble, toda su grandeza y tomó una decisión firme e irrevocable: no podía permitirse el lujo de quedarse quieta llorando esa pérdida irreparable y debía de salir a la calle para explicar a los demás lo que había ocurrido y luchar por evitar que a otras madres les ocurriera lo mismo.
Carmen, que escribía de maravilla, afiló su pluma y comenzó a publicar en el "Diari de Tarragona" artículos llenos de valor y sabiduría, explicando su experiencia y denunciando lo que ocurría. Comenzó a colaborar con asociaciones de rehabilitación de toxicómanos, así como a informarse con precisión y constancia sobre la materia. Allí empezó mi colaboración con ella, varias veces al año me llamaba para acompañarla a colegios e institutos donde, junto a un viejo médico cargado de conocimientos, procurábamos explicar a los alumnos y alumnas nuestra visión del problemático mundo de las drogas. Escuchar como Carmen explicaba a unos chavales que escuhaban hipnotizados la historia de su hijo es una de las experiencias que más bien me han hecho y que nunca podré olvidar. Ha sido en momentos de esta naturaleza cuando más útil me he sentido en el desempeño de mi profesión, mucho más que en otros en los que ha podido parecer haber mayor brillo y trascendencia, posiblemente mucho más aparente que otra cosa, mucho más cercano a la burbuja, a las luces fugaces de las candilejas.
Carmen es valenciana, y siempre puso de manifiesto ese espíritu festivo, alegre y colorista de las mujeres de esa tierra, un carácter extrovertido que hacía que uno se sientiera a gusto a su lado; las valencianas que he conocido tienden también a ser fantasiosas, dueñas de una creatividad y de una imaginación notables, algo que en Carmen también era notorio. Pero, sobre todo, en Carmen se notaba su profunda fe religiosa: cuando leía sus escritos, cuando escuchaba sus conversaciones, cuando comprobaba sus obras, tenía muy claro que me encontraba ante alguién que leía el Evangelio, que tenía a Dios consigo: por eso sabía ser una buena madre, una buena persona, una buena amiga.
Me fui de Tarragona y perdí el contacto con ella; recuerdo que en mis primeras Navidades en Huesca le mandé un a felicitación que el cartero me devolvió por destinatario desconocido; por eso al hablar de Carmen no he sabido si hacerlo en pasado o en presente, pero da igual: mujeres así siempre están vivas entre nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario