La cuestión de la asignatura de “Educación para la ciudadanía” ha dado lugar a muchos comentarios y, sobre todo, a mucha polémica. Me parece que la cosa no es para menos pues, ya de entrada, todo aparenta ser un intento de colarnos un gol por la misma cazoleta. Y es que el nombre es tan bonito que, a priori, ningún padre maduro y responsable tendría nada que oponer a que sus vástagos fueran educados para ser unos buenos ciudadanos; el problema es que uno intuye que los tiros no van por ahí, sino que la cosa tiene mucho más que ver con la ideologización del personal que con el intento de formar bien a los hombres y mujeres del futuro.
Si lo que se pretende es impartir desde el púlpito educativo una serie de ideas y posturas determinadas, bajo el escudo de la oficialidad y desde el poder establecido, no tengo ninguna duda de que quien lo hace está investido de una evidente vocación totalitaria, que detrás de la apariencia de buenas intenciones formadoras lo que hay es una pretensión unificadora reñida con elemento tan esencial en cualquier sociedad democrática como el pluralismo.
Quienes hicimos el bachiller bajo el yugo franquista ya sufrimos la asignatura de “Formación del Espíritu Nacional”, que entre nosotros llamábamos “FEN” o, simplemente, “Formación Política”, lo que no dejaba de ser, además de triste, elocuente. Por muchos argumentos que me aporten, a mí lo de ahora me suena a lo mismo, y aun me cargo más de razones cuando recuerdo el perseverante interés de mis sucesivos profesores de FEN en que se denominara a su disciplina “Educación Cívico Social”, nombre que es casi clavado al actual: salta a la vista que en esto de repetir errores hay poca originalidad.
Y que conste que no me hacen excesiva gracia determinadas posturas en exceso radicales en contra de la asignatura de marras; a veces da la impresión de que hay empecinamiento y cierto rigorismo en algunos comentarios y algunas actitudes; creo que la batalla se tiene que plantear más como lucha creativa por el respeto a la potestad individual de los padres de elegir el tipo de educación de los hijos, que entiendo que habría de estar por encima de quien, como es el caso de la Administración, debería tener una intervención subsidiaria y en la reivindicación del derecho a la objección de conciencia, que como campaña agotadora, insistente y rígida.
Por otra parte, junto a la postura partidaria de suprimir la asignatura, que aclaro que comparto, tampoco estaría de más destinar esfuerzos para plantear alternativas, para postular las reformas legales pertinentes de cara a convertir una pretensión unificadora en una opción enriquecedora, aunque admito que esto no es nada fácil.
Cuando estudiaba los primeros rudimentos del Derecho empecé a escuchar sobre la importancia de distinguir entre la “mens legis” y la “mens legislatoris”, es decir entre lo que una norma dice literalmente y lo que se pretende conseguir con ella, algo que a veces no sólo no coincide, sino que sucede más bien la pretensión de un objetivo concreto bajo apariencia distinta, lo que llos castizos denominan dar gato por liebre o los más cultos vestir legalmente un atropello.
No hay más que recordar el artículo 1 de nuestra Constitución para comprender que según como se enfoque la asignatura el tema rechina; dicho precepto consagra como valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico la Libertad, la Justicia, la Igualdad y el Pluralismo Político. A mí esta asignatura me suena, en primer lugar, a imposición; por otra parte, tal imposición viene del poder ante cuyos abusos uno tiende a sentirse indefenso; impartir la asignatura rompe con la igualdad de oportunidades, pues la ideología impuesta adquiere papel preponderante, mientras que difícilmente habrá que admitir el triunfo del pluralismo cuando no hay más imperio que el del contenido ideológico decidido desde arriba.
No soy optimista en esta cuestión, pues pienso que la mezcla de buena fe, falta de información real y pasividad del ciudadano provocará que acabemos comulgando con ruedas de molino, pero también es cierto que en ocasiones los abusos que vienen desde arriba despiertan a más de uno y les hace capaces de activar la imaginación y la creatividad.
Si lo que se pretende es impartir desde el púlpito educativo una serie de ideas y posturas determinadas, bajo el escudo de la oficialidad y desde el poder establecido, no tengo ninguna duda de que quien lo hace está investido de una evidente vocación totalitaria, que detrás de la apariencia de buenas intenciones formadoras lo que hay es una pretensión unificadora reñida con elemento tan esencial en cualquier sociedad democrática como el pluralismo.
Quienes hicimos el bachiller bajo el yugo franquista ya sufrimos la asignatura de “Formación del Espíritu Nacional”, que entre nosotros llamábamos “FEN” o, simplemente, “Formación Política”, lo que no dejaba de ser, además de triste, elocuente. Por muchos argumentos que me aporten, a mí lo de ahora me suena a lo mismo, y aun me cargo más de razones cuando recuerdo el perseverante interés de mis sucesivos profesores de FEN en que se denominara a su disciplina “Educación Cívico Social”, nombre que es casi clavado al actual: salta a la vista que en esto de repetir errores hay poca originalidad.
Y que conste que no me hacen excesiva gracia determinadas posturas en exceso radicales en contra de la asignatura de marras; a veces da la impresión de que hay empecinamiento y cierto rigorismo en algunos comentarios y algunas actitudes; creo que la batalla se tiene que plantear más como lucha creativa por el respeto a la potestad individual de los padres de elegir el tipo de educación de los hijos, que entiendo que habría de estar por encima de quien, como es el caso de la Administración, debería tener una intervención subsidiaria y en la reivindicación del derecho a la objección de conciencia, que como campaña agotadora, insistente y rígida.
Por otra parte, junto a la postura partidaria de suprimir la asignatura, que aclaro que comparto, tampoco estaría de más destinar esfuerzos para plantear alternativas, para postular las reformas legales pertinentes de cara a convertir una pretensión unificadora en una opción enriquecedora, aunque admito que esto no es nada fácil.
Cuando estudiaba los primeros rudimentos del Derecho empecé a escuchar sobre la importancia de distinguir entre la “mens legis” y la “mens legislatoris”, es decir entre lo que una norma dice literalmente y lo que se pretende conseguir con ella, algo que a veces no sólo no coincide, sino que sucede más bien la pretensión de un objetivo concreto bajo apariencia distinta, lo que llos castizos denominan dar gato por liebre o los más cultos vestir legalmente un atropello.
No hay más que recordar el artículo 1 de nuestra Constitución para comprender que según como se enfoque la asignatura el tema rechina; dicho precepto consagra como valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico la Libertad, la Justicia, la Igualdad y el Pluralismo Político. A mí esta asignatura me suena, en primer lugar, a imposición; por otra parte, tal imposición viene del poder ante cuyos abusos uno tiende a sentirse indefenso; impartir la asignatura rompe con la igualdad de oportunidades, pues la ideología impuesta adquiere papel preponderante, mientras que difícilmente habrá que admitir el triunfo del pluralismo cuando no hay más imperio que el del contenido ideológico decidido desde arriba.
No soy optimista en esta cuestión, pues pienso que la mezcla de buena fe, falta de información real y pasividad del ciudadano provocará que acabemos comulgando con ruedas de molino, pero también es cierto que en ocasiones los abusos que vienen desde arriba despiertan a más de uno y les hace capaces de activar la imaginación y la creatividad.
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