Después de pasar veintidos años de mi vida en Tarragona, marchar de allí fue un momento difícil, por más que suponía regresar a mi tierra y vivir en Huesca, además de las ventajas propias de una ciudad tranquila y acogedora, tiene como otras añadidas la cercanía del Pirineo y, por supuesto, de Zaragoza.
Al cabo de siete años de mi partida, con tantas personas y tantos paisajes aún en mi corazón, es posible que una de las cosas que más haya echado de menos sea el no poder vivir junto al mar. Vivir cerca del mar es un privilegio enorme, una de esas suertes que muchas veces no valoras hasta que no la tienes. Podría dar mil razones acerca de la bondades de estar en una ciudad costera, pero la fundamental, la que me parece que resume todas me temo que no la sabría explicar.
Sencillamente, tener cerca el mar es como tener cerca a un amigo, como poseer un reducto al que acudir en los malos momentos, un sitio donde descansar de los agobios, del stress, el refugio secreto que solamente tu conoces. Porque el mar te acoge, su inmensidad, su grandeza, lejos de someterte cual tirano implacable, te sirve de descanso, de consuelo, de red que atenua los daños de la caída, de padre que te recoge del abismo.
Cerca del mar es más sencillo que escampe la tristeza, que se oxigene la cabeza, que se marchen los malos espíritus; y a su orilla es, incluso, mucho más fácil sentir la cercanía de Dios, comprobar su grandeza, hablarle y escucharle. Recuerdo, mientras siento un agujero en el corazón, el Balcón del Mediteráneo, a donde llegabas tras recorrer la Rambla tarraconense y en el que se te aparecía toda la grandeza, la serenidad y el sosiego del Mediterráneo, especialmente por la noche, cuando muchas veces en silencio podías dedicar tiempo a la simple contemplación del infinito, de manera muy especial en esas puestas de sol que estremecían.
Pero el mar es un pozo sin fondo; su fecundidad no se puede explicar en cuatro trazos, de la misma manera que su encanto no se define con palabras, porque siempre serán pobres, insuficientes. El mar es un lugar donde compartir amistad, aventura, diversión.
En este sentido, Tarragona ofrece mil posibilidades: la extensión imponente de la playa Larga, la cercanía de la del Milagro, la tradición de la Sabinosa, la belleza de la Arabasada o el exotismo de Waikiki; en estos calotres africanos del verano que no daría por la brisa mediterranea de la Playa Larga o por una paella en un chiringuito de la Arrabasada.
Junto al mar florece el amor, la inspiración poética, los deseos de mejora, la paz interior. Qué recuerdos el "Roc de San Gaietá"¡, situado en las proximidades de Roda de Bará, con unos rincones de una belleza especial que devuelven a mi memoria momentos inolvidables; o los paseos por el barrio del Serrallo o el puerto marítimo de Cambrils, donde se mezcla la brisa del mar con los olores del pescado recien traído, en un ambiente donde convergen la tradición, el eco del trabajo esforzado y el aire puro.
La cercanía del mar regala a una ciudad el barniz del encanto, la esencia más pura de la naturaleza; cuando te marchas, cuando los kilómetros lo alejan de tí, siempre queda el reducto del recuerdo que conserva la belleza.
Fotos: http://www.canalmar.com/; sobreturismo.es; flickr.com/photos/calafellvalo; picasaweb.google.com; http://www.ojodigital.com/; www.todoarenas.com
7 comentarios:
Cuanta razón tienes! Las ciudades cerca del mar son siempre sítios muy especiales, con historias interesantísimas. Estoy leyendo un libro de memorias que recomiendo; "Istambul", de Orhan Pamuk - fenomenal.
Y además la luz, y un jersey por la noche en verano...
Anoto el libro; aún no he leído nada de ese premio Nobel y puede que vaya siendo hora.
Es verdaderamente inolvidable, y el mar que describe no tiene nada que ver con el mar que yo conozco, y he nacido y vivido siempre literalmente a orillas del mar: grande tema, el mar, vivir cerca del mar.
La verdad es que no sé dónde vive Annemarie, pero yo, que vivo en Tarragona, puedo asegurarle que eso de ponerse un jersey en verano para mitigar el frío (sic) de las noches veraniegas, no sólo es inaudito, sino ilusorio: una quimera. En ningún lugar de Europa se dan noches más insoportables que en la Costa Dorada. ¡Viva la montaña, pues!
De la montaña hablaremos otro día, querído Anónimo. Sí...a mí también me sorprendió lo del jersey; en el Cantábrico seguro que hay que llevarlo.
Modestino... qué ¡bonito!. Tengo la suerte de haber podido visualizar todas tus descripciones. Pero, sobre todo, me ha gustado lo que dices que es muy difícil explicar. ¿Qué tiene el mar, que escampa las tristezas, que te acoge, que hace agradable la soledad? Yo entiendo que lo eches de menos. Que eches de menos los paseos por la Larga -el paseo natural de Tarragona-, "tocar ferro" atravesando la Rambla...
Bueno...Tarragona tampoco está tan lejos de Huesca. ¿No te escapas alguna vez?
Claro que me escapo, un par de veces al año por lo menos, pero no suelo tener tiempo de todo.
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