No hay como encontrar personas con sensibilidad para descubrir que la belleza se encuentra cuando menos la esperas. A veces pensamos que es necesario viajar lejos, irse al Pirineo o buscar una puesta de sol junto al mar para disfrutar de una bonita escena, para gozar del paisaje, para dar gracias a la Providencia por haber facilitado un momento de placer con la simple contemplación de lo que se presenta ante tus ojos.
Siempre me ha gustado vivir en directo la paz de las calles vacías, esa serenidad que, por ejemplo, ofrecen el silencio y la oscuridad de la noche. Pasear sin apenas testigos, aún en un simple regreso a casa tras cena, encuentro o reunión, con las prisas que tienden a provocar el sueño o el frío, puede permitir también disfrutar de un escenario real y próximo.
Huesca no es una excepción; se trata de una ciudad que entre semana duerme pronto y sus calles ofrecen una imagen tranquila y desierta. Con este escenario alguien me enseñó hace pocos días paisajes nuevos, lugares por los que no he dejado nunca de pasar y cuyas posibilidades no había sabido apreciar hasta ahora. Desde la Plaza de Navarra, indiscutible centro neurálgico de la ciudad, se pueden contemplar, casi en ángulo de 90 grados, dos panorámicas bellísimas, dos largas lineas rectas en las que cabe observar una imagen espléndida y brillante de luces y colores, un espectáculo gratuito cargado de belleza y simbolismo.
La una se prolonga desde la referida plaza hasta el final de la Avenida de Martínez de Velasco, en una prolongación infinita de luces y resplandores que podrías estar contemplando sin cansancio durante bastante tiempo. Podríamos imaginarla como el espectáculo final antes de la marcha definitiva rumbo a otros lugares, la búsqueda de otras luces a las que no se llegará sin pasar antes por un paisaje más seco e inhóspito. Por eso cuando diriges la mirada hacia la calle Alcoraz y prolongación puede ser una forma de enfrentarte con el misterio, el futuro, el destino. Tú permaneces fijo en un punto, mientras enfocas una distancia en la que tantos otros dicen adiós a la ciudad dejando por el camino los reflejos de la luz que llevaban, algunos quizá de manera definitiva, en su último adiós.
Muy similar es la línea que desde la propia Plaza de Navarra enfila la calle Zaragoza hasta la Estación Intermodal. Se trata de una distancia mucho más corta, con lo que carece de la apariencia de inmensidad de la otra. La vista, también cargada de luz y colorido, tiene su fin en la estación, con todo lo que evocan estos edificios, siempre unidos a sensaciones de despedidas, recuerdos, nostalgias, .... historias pasadas, amores acabados y también vidas nuevas y aventuras por empezar en lugares más o menos lejanos.
Es bueno que de vez en cuando nos despierten las sensibilidades, nos inviten a hacer volar -y viajar- la fantasía, a descubrir que la belleza no tiene código de barras, no es atributo exclusivo de las fotografías de las agencias de viajes, ... sino más bien un pozo sin fondo.
1 comentario:
Amigo Modestino, permíteme que te diga cariñosamente que, o bien le profesas un amor tan desmesurado a Huesca que te nubla la vista y altera los sentidos (suele suceder cuando uno está enamorado de alguien o de algo), o bien confundes los sueños con lo realmente visto y vivido (a todos nos ha ocurrido alguna vez).
Lo digo porque hace falta lo uno o lo otro para mostrar tanto entusiasmo y pasión en esas dos imágenes o estampas oscenses que nos describes de manera tan deliciosa.
En todo caso, y como quiera que tiendo más a la credulidad que al escepticismo, la próxima vez que visite la ciudad (espero que sea muy pronto), prometo comprobar de propia mano la sutil belleza de ambas imágenes.
Un abrazote,
Publicar un comentario