Alvaro de la Iglesia era todo un personaje; escritor y humorista, marcó época como director de “La Codorniz”, ese semanario satírico que en los años sesenta hacía equilibrios con las dobles intenciones y jugaba al escondite con la censura. Alvaro de la Iglesia pertenece por derecho propio a la nómina de los clásicos del humor español del siglo XX junto a Wenceslao Fernández Flórez, Julio Camba, Jardiel Poncela, Ramón Gómez de la Serna, Muñoz Seca o Miguel Mihura. De la Iglesia escribió unos cuantos libros en los que exhibía ingenio, sentido del humor y sana crítica; entre ellos destaca uno titulado “En el cielo no hay almejas”: ni lo he leído ni sabría describir el argumento del mismo, pero siguiendo el juego al doble significado de las palabras que maneja el autor, puedo asegurar que éste tiene razón: dudo que se pueda llegar al paraíso con un alma estrecha, rancia y de medio pelo.
No trato aquí de realizar consideraciones serias sobre lo que debe hacerse para ganar el cielo; es un tema que me merece mucho respeto y quien quiera conocer la buena doctrina tiene, incluso en la red, sitios donde acudir. Cuentan que hubo un ministro de Franco, antecesor de D. Manuel Fraga en el Ministerio de Información y Turismo, que guardaba entre sus papeles una lista de personas con proyección pública en la que apuntaba quien de ellas se iba a salvar y quien no; no seré yo quien entre en valoraciones de esta naturaleza, me parecería osado, pretencioso y arriesgado, lo que si me apetece es hacer una cierta disección de aquello que pienso influirá lo suyo para ser recibido en la gloria. Y es que me gustaría contradecir a quienes afirman que al cielo sólo llegan los aburridos.
Las “almejas” suelen ser calculadoras y algo retorcidas; les preocupa mucho su interés y casi nada el de los demás; no es infrecuente tropezarte, en el trabajo y en tu vida de relación social, con quienes miden sus pasos hasta el detalle y tienen perfectamente estudiado desde el volumen de trabajo que van a ofrecer hasta aquél o aquélla con quien les conviene relacionarse, ser amable o hasta contraer matrimonio, tarea ésta última en la que se manejan con auténtica maestría en determinados ambientes de determinados lugares. Y mejor no hablar del mundo de la política, todo un escenario de conspiraciones, dobles juegos y puñaladas traperas, un mundo en el que tantas veces se echa de menos la lealtad y la magnanimidad.
Característica común de la "almeja" es el egoísmo y la ausencia de espíritu de servicio; no tiene más interés que el propio, no piensa más que en sí mismo y no es capaz de ver más allá de sus ambiciones. Vivimos en un mundo donde no es fácil encontrarse con gente que ni se compara con el resto ni mide sus favores, gente capaz de entender el servicio como algo libre y gratuito.
Un alma grande tiene que tener mentalidad abierta, asumir que los tiempos evolucionan y en un elevado tanto por ciento de cosas esa evolución es positiva; hay quien se quedó anclado en los años 70, quien no es capaz de modificar su criterio por presuntos dogmas incorrectamente interpretados, tradiciones mal entendidas o reglamentos con los que no se es capaz de tener la mínima flexibilidad. Pienso que Juan Pablo II nos dio continuas lecciones de dinamismo, adaptación a los tiempos y verdadera apertura de mente.
Y podríamos seguir hablando: ser espléndido –más con los demás que con uno mismo-, no rebañar hasta la última gota, no convertir el detalle en manía, la sobriedad en aspecto rancio y las formas en estereotipos. Y, por supuesto, el respeto a la opinión contraria, renunciando a tentaciones como creerse en posesión de la única verdad, ampliar los dogmas o confundir la ética con la estética. Es posible que en este país tendríamos todos que aprender bastante de esto último, de manera muy especial buena parte de nuestra clase política.
A mí me pasa con frecuencia que me descubro funcionando como “almeja”, advirtiendo, tal vez cuando ya es tarde, que me he comportado con estrechez de miras, sin perspectiva, sin entender de matices. La vida es como una carrera para transformarse de “almeja” en “alma”.
No trato aquí de realizar consideraciones serias sobre lo que debe hacerse para ganar el cielo; es un tema que me merece mucho respeto y quien quiera conocer la buena doctrina tiene, incluso en la red, sitios donde acudir. Cuentan que hubo un ministro de Franco, antecesor de D. Manuel Fraga en el Ministerio de Información y Turismo, que guardaba entre sus papeles una lista de personas con proyección pública en la que apuntaba quien de ellas se iba a salvar y quien no; no seré yo quien entre en valoraciones de esta naturaleza, me parecería osado, pretencioso y arriesgado, lo que si me apetece es hacer una cierta disección de aquello que pienso influirá lo suyo para ser recibido en la gloria. Y es que me gustaría contradecir a quienes afirman que al cielo sólo llegan los aburridos.
Las “almejas” suelen ser calculadoras y algo retorcidas; les preocupa mucho su interés y casi nada el de los demás; no es infrecuente tropezarte, en el trabajo y en tu vida de relación social, con quienes miden sus pasos hasta el detalle y tienen perfectamente estudiado desde el volumen de trabajo que van a ofrecer hasta aquél o aquélla con quien les conviene relacionarse, ser amable o hasta contraer matrimonio, tarea ésta última en la que se manejan con auténtica maestría en determinados ambientes de determinados lugares. Y mejor no hablar del mundo de la política, todo un escenario de conspiraciones, dobles juegos y puñaladas traperas, un mundo en el que tantas veces se echa de menos la lealtad y la magnanimidad.
Característica común de la "almeja" es el egoísmo y la ausencia de espíritu de servicio; no tiene más interés que el propio, no piensa más que en sí mismo y no es capaz de ver más allá de sus ambiciones. Vivimos en un mundo donde no es fácil encontrarse con gente que ni se compara con el resto ni mide sus favores, gente capaz de entender el servicio como algo libre y gratuito.
Un alma grande tiene que tener mentalidad abierta, asumir que los tiempos evolucionan y en un elevado tanto por ciento de cosas esa evolución es positiva; hay quien se quedó anclado en los años 70, quien no es capaz de modificar su criterio por presuntos dogmas incorrectamente interpretados, tradiciones mal entendidas o reglamentos con los que no se es capaz de tener la mínima flexibilidad. Pienso que Juan Pablo II nos dio continuas lecciones de dinamismo, adaptación a los tiempos y verdadera apertura de mente.
Y podríamos seguir hablando: ser espléndido –más con los demás que con uno mismo-, no rebañar hasta la última gota, no convertir el detalle en manía, la sobriedad en aspecto rancio y las formas en estereotipos. Y, por supuesto, el respeto a la opinión contraria, renunciando a tentaciones como creerse en posesión de la única verdad, ampliar los dogmas o confundir la ética con la estética. Es posible que en este país tendríamos todos que aprender bastante de esto último, de manera muy especial buena parte de nuestra clase política.
A mí me pasa con frecuencia que me descubro funcionando como “almeja”, advirtiendo, tal vez cuando ya es tarde, que me he comportado con estrechez de miras, sin perspectiva, sin entender de matices. La vida es como una carrera para transformarse de “almeja” en “alma”.
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