Con cierta frecuencia asisto a conferencias, coloquios y mesas redondas sobre temas diversos, jurídicos o no; hay veces en los que se trata un tema interesante, otras en que es el prestigio y la sabiduría del ponente las que se convierten en el mejor reclamo, mientras que no faltan ocasiones en los que la asistencia no es más que una obligación o un compromiso. Son sesiones que suelen comenzar avanzada la tarde y que corren el riesgo de extenderse en exceso, de traspasar esos límites horarios que pueden traer como consecuencia nacional la impaciencia, el cansancio, esa necesidad de descanso, pues conforme cumples años el deseo de recogerte al calor de una cena frugal, una buena lectura y la compañía familiar tiende a imponerse a cualquier otro planteamiento.
Quienes organizan el acto en cuestión seleccionan a un ponente por las razones que sean, desde ser un experto en la materia, hasta tener reclamo popular, pasando por razones menos publicables como el capricho de alguien, el llenar el hueco como se pueda o que el conferenciante resulte barato o incluso no cobre. de cualquier modo, si a alguien se le concede el privilegio de hablar, quienes han acudido dispuestos a escucharle habrán de asumir que aquél haga de su capa un sayo y hable como y cuanto quiera. Ya se sabe que los expertos aseguran que la atención que podemos prestar las personas a cualquier discurso no va más allá de los 18 o 20 minutos, pero si existen ponentes capaces de extenderse mucho más la única respuesta tiene que ser la paciencia o intentar una discreta "huída", siempre que no sea muy llamativa ni tengamos obligaciones protocolarias o morales de aguantar hasta el último suspiro.
Pero lo que, al menos a quien esto escribe, podría superar al mismísimo Job, es la actitud de aquellos que cuando se abre el debate toman la palabra y en vez de preguntar o aportar con brevedad, discreción y prudencia su opinión, te plantan un nuevo discurso que tiende a provocar en el sufrido espectador un agobio próximo a la ansiedad. Me temo que con frecuencia esta actitud tiene su causa en esa necesidad imperiosa que sienten algunos de colocar su perorata caiga quien caiga, como si ellos tuvieran la varita mágica que da respuesta a cualquier cuestión, sin excluir ese defecto tan humano de tender a escucharse a uno mismo. A partir de las 9 de la noche, y puede que antes, cualquier intento de prolongar un acto académico, social o del tipo que sea tiene algo de temerario y pone en evidencia a quien prefiere ser escuchado que comprender las prisas del personal.
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