29 de mayo de 2020

Ese quiosco de antaño


Hay ocasiones en las que al reavivar un recuerdo de infancia, no te limitas a ejercitar tu cuota de nostalgia, sino que realizas un acto de justicia ... un homenaje a algunos que pasaron de puntillas, hicieron el bien con las dos manos y ya sólo les recuerdan sus más próximos y fieles allegados.

En la acera de la primera manzana de los impares del Paseo María Agustín andaba instalado en los años 60 y 70 un puesto de golosinas que regentaba un matrimonio encantador: respondían a los nombres de Pascual y Jorja y por entonces me parecían mayorcísimos, aunque seguro que por en aquellos tiempos su edad no llegaba ni de lejos a la que ahora tenemos los niños que fuimos sus incondicionales clientes. 

Al principio el puesto consistía en un sencillo carro de ruedas, que si la memoria no me falla llevaban y traían desde casa a diario. Con el tiempo el "establecimiento" se modernizó, alzándose un kiosko de madera que creo recordar era verde.

Allí, durante años, compraba los paquetes de pipas, cacahuetes o kilos, los chupa-chups, chicles -bazooka , dubble dubble, cosmos, ...-, palotes, regalices, sidral y otras fruslerias. También se exhibían productos de mayor fuste como almendras garrapiñadas, pastillas de café con leche, caramelos Sugus y chocolatinas redondas de Nestle, ... material que resultaba inalcanzable para el presupuesto personal de un chaval de la época.

El puesto se beneficiaba de una ubicación privilegiada: estaba a las puertas del acceso a la vieja estación de autobuses de "Agreda automóvil", había consultas cercanas de médicos y dentistas, era lugar de paso a la antigua estación del Portillo y, por encima de todo, era ruta habitual de los alumnos y alumnas que iban y volvían, cuatro veces al día, a los colegios de la zona.

Pero sobre todo, por más allá del capricho infantil, lo atractivo de la mercancía o la necesidad de tener un detalle al hacer una visita, el éxito del negocio se fundamentaba en la grandísima simpatía y bondad de sus "gestores". Pascual y Jorja eran de una amabilidad que solamente podía ser auténtica, él más serio y contenido, con una sonrisa que era permanente, mientras Jorja destilaba cariño por los cuatro costados.

El tiempo como suele suceder, fue trayendo problemas. Todo comenzó a ser más sofisticado, ... aparecieron pizzerías, hamburguesas, franquicias abrumadoras, ... y los niños se volvieron clientes olvidadizos. Pascual tuvo un cáncer de garganta que le dejó sin voz -no sin sonrisa- y falleció años después. Jorja aguantó. con el entusiasmo de siempre hasta la jubilación. Muchos años después, viviendo yo en Tarragona, leí su esquela en el Heraldo.

Me duele pensar que las pequeñas cosas de la vida pasen tantas veces como un soplo de aire, y sean tesoros que no sepamos guardar con el primor que merecen en el cofre de nuestro corazón.
Al menos sirvan estas líneas de homenaje. Confío que allá arriba descubramos que el kiosko de Jorja y Pascual ha recuperado el esplendor de sus mejores días.

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