Desde ayer, cuando salgo de casa en dirección al trabajo se nota ya que el otoño prospera y el frío se va convirtiendo en centro del escenario. Pero no me importa, uno se acostumbra a convivir con los fríos mañaneros, incluso los echa de menos cuando por la época del año uno acaba pensando que deberían ser parte del paisaje. Me gustan las mañanas laborables; al salir de casa y mientras dura el viaje el día sabe a esperanza, caminas como si tuvieras por delante todo lo bueno por hacer.
Pero las mañanas no valdrían la pena sin sus protagonistas, sin la gente que inicia su jornada con más o menos expectativas, más o menos ganas, ... más o menos fuerza interior. ¿Qué sería de mis inicios matinales sin esos compañeros de viaje?. Casi todos ellos anónimos: los padres o abuelos que llevan a los niños al colegio, miradas infantiles limpias y ausentes de malicia. La joven que va al trabajo -ignoro donde- con los cascos puestos, o la que espera el autobus mientras lee una novela en los alrededores de la estación, quienes van en bici, los que caminan, los que pasean perros de todos los pelajes. Esos niños y niñas pre-adolescentes que contagian su vitalidad, a quienes desearías robarles un poquito de entusiasmo, incluso de esa despreocupación por el futuro. Bocinas impacientes, prisas de quien se ha visto superado por el horario, hombres y mujeres con los ojos más o menos brillantes según perspectivas.
Con frecuencia somos tan necios como para ignorar esos regalos gratuitos de la Providencia. Cada mañana tenemos la ocasión de inmortalizar instantes, de guardar en nuestro pequeño tesoro personal la bondad de las compañías anónimas, de los encuentros rutinarios, de los especiales, de los deseados y de los inesperados. En el fondo nos dan vida: si conseguimos olvidarnos de ese ruido interior que nos impide escuchar lo de fuera, comprobaremos que todos nos enriquecen.
2 comentarios:
El campo en otoño es precioso.
Intentaré fijarme más. Un beso.
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