Ayer, tras una agotadora tarde de compras en Zaragoza, me dirigí a la Estación de Delicias para coger el bus de las 21.00 horas que me devolvería a Huesca. Los que somos peatones tenemos ya muy estudiado esto de viajar en medios públicos, y la nueva Estación de Delicias, pasado el "shock" que supuso el abandono de las antiguas y tercermundistas sedes de Agreda, Juan Pablo Bonet, General Sueiro, etc, ya no tiene secretos para nosotros.
Como llevaba todo el día aguantando con un pincho de tortilla al que nos habían invitado tres compañeras que cesaban ese día por traslado a Zaragoza -excelente el "Bar Candanchú" del Coso oscense- acudí hambriento al bar de la Estación para satisfacer esas elementales necesidades y me zampé un bocadillo de bacon con queso. El establecimiento en cuestión no es precisamente un bar sofisticado: es funcional y bastante feo, y si me pidieran una definición global, lo etiquetaría de "cutrecillo". Por eso, cuando nos encontramos un local de estas características dotado de nulo encanto externo, se convierte en elemento esencial la calidad de la atención al cliente, algo que está en manos de los camareros y camareras, cosa que hasta hace pocas fechas no era, ni mucho menos, grato al público.
Pero desde hace pocos meses, al menos en el horario de tarde, la barra es atendida por dos chicas jóvenes que han aportado el "glamour" de la simpatía y la buena disposición, de tal manera que acudir a tomar un café, una caña o un bocata mientras esperas la salida de tu autocar se ha convertido, ipso facto, en algo apetecible, más allá de la bondad del producto que acabas consumiendo.
Ayer, en concreto, fui atendido por una alta y guapísima chica rubia -responde al nombre de María José- que me recitó la lista de bocadillos que estaban a disposición de los clientes sin que pareciera que la estaban sacando una muela, la había obligado con una pistola o le había preguntado la lista de los reyes godos. Aunque lo que me conmovió y me acabó decidiendo a ponerlo por escrito en la red, fue la conversación que la tal María José mantenía con un cliente, de color chocolate y acento caribeño, sobre un viaje que ella había realizado, no conseguí averiguar cuando ni con que ocasión, a algunas islas del Caribe.
La chica estaba emocionada con lo que había visto -como es lógico, por otra parte- y se le notaba encantada de poder compartir alabanzas al clima, los escenarios y las gentes de esos lugares con un, al parecer, originario de los mismos: y aquí la primera razón para contemplar encantado la escena, el comprobar la ilusión de una persona es compartir con otra sus alegrías, a la vez que le pone por las nubes lo suyo.
La camarera, mientras limpiaba unos vasos con el arte propio del oficio, enumeraba las visitas a distintas islas, a la vez que manifestaba, con esa cierta exageración que todos ponemos en estas ocasiones, las tentaciones que tuvo de buscar cualquier ocupación allí y quedarse para siempre en esos paradisiacos lugares. Y aquí una segunda moraleja, el que la felicidad se encuentra muchas veces sin que tenga que ir acompañada del progreso técnico o económico.
En un momento determinado la chica habló de su visita a una pequeña iglesia donde se veneraba la imagen de una Virgen a la que se tiene gran devoción en la zona; ambos, camarera y cliente, comentaron con contundente naturalidad la fe de los lugareños y los milagros que la tradición atribuye a la citada imagen; y aquí viene la tercera lección, la de escuchar hablar de lo trascendente a la gente sencilla, algo que al final puede resultar más grato y enriquecedor que, pongamos por ejemplo, los visones de Santa Engracia.
Muchas veces, uno encuentra los momentos más gratos donde menos los espera; los diez o doce minutos que tardé en devorar un bocadillo con demasiado colesterol y una Coca-Cola light -para compensar- se convirtieron en un rato delicioso gracias a la sencillez -yo aseguraría que la bondad- de una joven camarera de estación y un negrito zumbón.
La chica era francamente guapa, pero que conste que si no hubiera sido así también hubiera abierto esta entrada. Y, ya lo dije, se llamaba María José, como una persona que hoy me ha dado una gran noticia: que todo prospere bien, amiga.
3 comentarios:
Vaya entrada bonita.
Pensaba que ibas a hablar de comida y, mira tú, pues que no.
Y qué bien que además de simpática y agradable fuera guapa: así te acordarás mejor.
Soy usuario habitual de la estación de buses de Zaragoza, así que no hará falta recordar .... habrá más bocatas.
Dichoso tú, que valoras el trato amable y a las personas que hacen agradable el poco tiempo que transcurre cuando se come un bocata a toda prisa. Son trozos de felicidad.
Bonita entrada.
Saludos
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