11 de marzo de 2011

Café y periódico

Hoy comenzaba en Huesca la XII edición del Congreso de Periodismo Digital, se trata de un certamen que ha ido adquiriendo notoriedad con el paso de los años y donde tiene uno ocasión de escuchar a periodistas de renombre como Pedro J. Ramírez, José Antonio Zarzalejos, Mara Torres, Fernando González Urbaneja y alguno más, además de ver pasearse por la sala a personajes tan variopintos como Fernando Jaúregui, Jordi Sevilla o el mismísimo Pedro Zerolo. El plato fuerte de la inauguración ha sido la conferencia impartida por el actual director de "El País", Javier Moreno, un hombre agradable y elegante, de unos 50 años y que no estudió en su día periodismo, sino ciencias químicas. Nos ha dado una visión cruda de la realidad actual de los periódicos y ha afirmado que la prensa escrita está llamada a la desaparición, fagocitada por la fuerza de la era digital, algo que por otra parte ya he escuchado en bastantes ocasiones.

Y me parece una pena, es como si estuviéramos a punto de entrar a matar a otra de las estampas clásicas de siempre: cuando se cumpla la profecía de referencia ya no volveremos a ver a nadie hojeando "El País", "El Mundo", "La Vanguardia" o el "Heraldo de Aragón" mientras se toma un café -con churros, croissant o a palo seco-, ninguno de nosotros podrá disfrutar de esa pausa mañanera en la que uno se regodea sentado en el lugar de siempre con el periódico de siempre -o cualquier otro-, comentando con el camarero -o camarera- de siempre las incidencias de la jornada mientras te sirve el café, puesto como a tí te gusta. No se porqué los avances tecnológicos, que son formidables, siempre acaban destrozándonos los momentos bonitos de la vida, esos instantes que algún estoico considera intrascendente pero que a algunos nos ofrecen alicientes, ratos que algún asceta de medio pelo califica como desprecio de "compensaciones" pero a los que se les puede sacar un brillo insospechado.

Recuerdo una mañana de verano en la que me encontraba desayunando en una cafetería sita en la calle Higinio Anglés de Tarragona, me andaba enterando de los últimos movimientos del mercado de fichajes por medio del "Mundo Deportivo" cuando me dí cuenta que mi vecino me miraba con auténtica cara de odio: le había metido la esquina de la página del Barça en su café con leche -imagino que su justificado cabreo se debía a la introducción de un periódico en su desayuno y no al contenido de la página- y, avergonzado, hube de pagarle un nuevo café. La anécdota es chusca, y anda lejos del glamour que comentaba: es mucho más "resultón" leer el diario sentado en una mesa y que éste sea de información general, pero parece que ni siquiera podré repetir chascos de esta naturaleza.

Una vez prohibidos los puros de las bodas y los cigarrillos de las cervezas, cuestionada y declarada políticamente incorrecta la posibilidad de ir a los toros, puesta en entredicho la alimentación más bien fuerte y mal vistos los piropos y el dejar el asiento o el paso a las damas ya sólo nos faltaba que nos dejaran sin periódico para amenizar el café matutino.





10 de marzo de 2011

¡Oh, la France!



He de reconocer que frecuentemente he caído en la tentación de despreciar al país vecino; tal vez he escuchado demasiadas veces los acontecimientos del 2 de mayo de 1808, la heroica resistencia de mis paisanos en los Sitios de Zaragoza o las hazañas del tamboriler del Bruc, del General Castaños en Bailén o de los capitanes Luis Daoiz y Pedro Velarde consiguió incubar en mi alma esa visceralidad antifrancesa que siempre se ha respirado en este país, o me he rebotado al percibir aires de snobismo en las reflexiones revisionistas que se escucharon cuando hace tres años celebramos el segundo centenario de la invasión francesa. La cuestión es que nunca he podido evitar el recelo hacia Francia y sus habitantes, tal vez con la excepción de los momentos en que pasaron por mis manos los deliciosos libros de Asterix, en los que los galos se convertían es un pueblo simpático y valeroso frente al imperialismo insoportable de los romanos, con el mismísimo Julio César a la cabeza.

Pero una vez puesto a analizar las cosas con detalle e imparcialidad, uno acaba llegando a la conclusión de que Francia es un gran país, y que en unos cuantos aspectos otro gallo nos cantaría si trasladaramos a nuestra forma de funcionar la de los gabachos. Francia es un país serio, con todos los inconvenientes que le queramos poner, pero bien organizado y con unas instituciones que funcionan razonablemente. Habrá quien se queje del centralismo francés, y no seré yo quien lance cohetes a favor del sistema, pero independientemente de las ventajas de la descentralización, la Administración del Estado tiene que ser seria y sólida, algo que ocurre allí y no aquí.

Los franceses están orgullosos de serlo, y eso es algo que también me parece que les honra; aquí corres el peligro de ser etiquetado si no caes en la tentación del localismo, postura respetable en la que da la impresión incurren algunos por puro snobismo, sin olvidar a aquellos que parecen pretender apoderarse en exclusiva de estandartes y banderas y lo único que consiguen es espantar al resto. En Francia el personal se siente francés, por encima de ideologías y afectos particulares; y no olvido ni el hecho de que la palabra "chauvinismo" es francesa ni que por allí es frecuente el auge de los seguidores de Le Pen, pero a mi me gusta ese orgullo de ser francés que puedes encontrar en una gentil dama parisina, en un rudo campesino de los "Pyrinees" o en un viejo sindicalista de Lyon.

¿Y qué decir del derecho francés?, que ha servido de modelo jurídico exportado por todo el mundo; la regulación de los contratos, de los Derechos Reales, de la culpa o la consolidación de los Derechos Humanos en occidente no se entenderían sin la influencia del Código de Napoleón y la Carta francesa de 1814 a lo largo del siglo XIX o sin la Declaración de los Derechos del Hombre aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789.

Y los franceses, sin poseerla por supuesto en exclusiva, son personas sensibles a la belleza, y de allí salieron pintores como Delacroix, Monet, Renoir o Toulouse Lautrec, o grandes de la literatura universal como Dumas, Balzac, Victor Hugo, Baudelaire, Moliere, Saint Exupery, Flaubert, Stendahl o Paul Valery. Paris en sí misma es una amalgama de belleza continua, con la Torre Effiel, el Arco de Triunfo, Notredamme, los Campos Eliseos, el Louvre, la Ópera, Orsay, los Invalidos o el Sacré Coeur. Nadie se debería morir sin pasear por las orillas del Sena, recorrer Alsacia y Lorena, Dijon, el Valle del Loira, los castillos de Blois, Avignon y Vincennes, los Palacios de Luxemburgo, Vaux-le-Vicomte y Chaillot, las catedrales de Reims, Estrasburgo, Amiens y Chartreés, Normandía, Carcassonne, Fontainblau y La Sorbona.

Y, como ya comentábamos el otro día, hay que mencionar el idioma francés, la mejor dicción para ser galante y para hablar de amor; así lo hicieron los grandes poetas como Rimbaud y Baudelaire, y así lo hemos oído en las canciones de Charles Aznavour, Gilbert Becaud, Edith Piaf, Mireille Mathieu, Jacques Brel, george Brassens, Sylvie Vartan, Dalida, Sacha Distel, Frida Boccara, Serge Lama y tantos otros.

Ni Francia es el único país del mundo ni los franceses están exentos de sus miserias, pero tanto la una como los otros son una opción segura.


9 de marzo de 2011

Una recomendación justificada













"Hijos del ancho mundo"
Abraham Verghese
Salamandra. Barcelona (2010)
640 páginas


Resumen. Mientras la India celebra su flamante independencia, la abadesa de un convento de carmelitas en Madrás hace realidad uno de sus sueños más audaces: enviar a África dos jóvenes monjas enfermeras con la noble misión de transmitir el amor de Cristo ayudando a mitigar el dolor de los que sufren. Siete años más tarde, en el modesto hospital Missing de Adis Abeba nacen dos varones gemelos, Marion y Shiva Stone. El hecho no tendría nada de particular si no fuera porque su madre es una monja que muere en el parto y su padre un cirujano británico que desaparece sin dejar rastro. Así, los primeros años de los hermanos Stone transcurrirán en el feliz microcosmos del hospital misionero, criados por un pequeño grupo de personas que, con escasos medios y recursos, se afanan en curar a los enfermos.

Hace un tiempo me recomendaron este libro, asegurándome que era excelente; la recomendación venía avalada por el buen criterio de quien lo hacía y tras leerlo, con calma y poco a poco, pues más de 600 páginas son muchas, puedo asegurar que en aquélla no había exageración, y eso que cuando a uno le aconsejan con entusiasmo un libro existe el peligro de que al final esperara más de él, algo que no ha pasado aquí para nada.

"Hijos del ancho mundo" es un libro que emociona desde la primera página; es una novela dura, pero el autor sabe tratar los temas de manera que no pierdan ni dulzura ni optimismo. Uno termina el libro reconfortado, y eso que no se han regateado ni muertes ni dramas; en uno de esos comentarios de solapa, de los que no siempre te tienes que fiar, alguien habla de una trama dickensiana con un final dickensiano, frase que no deja de tener su veracidad, por mucho de que los acontecimientos relatados no se desarrollan ni en Londres -ni siquiera en Europa- ni mucho menos en la época victoriana.

La novela sirve además para introducirnos en el ambiente de la Etiopía del imperio de Haille Selassie, pues más de dos tercios del libro se desarrollan en Addis Abbeba, justo hasta el derrocamiento del "Negus"; siempre me han gustado este tipo de relatos en los que se da un papel principal a un lugar concreto del mapa, es el caso de los "Cisnes salvajes" de Jung Chan, "La potencia de uno", de Bryce Courtenay o "Un buen partido", de Vikram Seth. Aquí Abraham Verghese, un médico etiope de origen indio, nos adentra en un país absolutamente especial, con unos habitantes que el conoce perfectamente, pues uno de los aspectos destacados de la novela es precisamente la precisión en la descripción de los personajes, abundantes y minuciosamente referidos.

Los dos protagonistas del relato son dos gemelos, Marion y Shiva Stone, dos seres bien distintos, dotados cada uno de ellos de una personalidad definida y contradictoria; el primero de ellos es quien relata íntegramente la novela y junto a ellos destacan los papeles de los médicos del Hospital "Missing" de Addis Abbeba y una serie de habitantes del lugar, cada cual más original y casi todos francamente entrañables.

Pienso que la segunda característica definitoria de este magnífico libro es el que constituye un verdadero canto al ejercicio de la medicina; todo el argumento gira en torno al Hospital referido y a aquellos donde trabaja el protagonista principal en la última parte de la narración, cuando se ve obligado a huir hasta los Estados Unidos: especialmente significativos los capítulos dedicados a un Hospital para pobres ubicado en el Bronx. Si uno tiene alguna cuenta pendiente con los médicos, la lectura de "Hijos del ancho mundo" le reconcilia inmediatamente con estos profesionales. Salta a la vista que el autor ejerce esta profesión, pues las operaciones y tratamientos médicos son profusamente descritos, pero de manera que se hacen bastante inteligibles y nada desagradables.

Lo tercero que me gustaría destacar es la hondura de los personajes; el libro nos habla de gente que sufre, de personas con una vida dura, pero a la vez de seres dotados de una bondad especial, con valores, aunque a ninguno se les escondan sus debilidades y errores. Marion, Shiva, Ghosh, Henna, el Dr. Stone, "la enfermera jefe", "la enfermera en prácticas", Zingle, ... son personajes con los que te acabas identificando y que se convierten en un incentivo para ser mejor, para confiar en Dios y para luchar hasta el final.

Me parece que ha quedado claro que la novela me ha gustado mucho, lo que -como ya he indicado más arriba- no se si es un riesgo que tomo, pues es posible que alguno se sienta luego decepcionado.


8 de marzo de 2011

Una historia interesante

El pasado 21 de febrero falleció en Nueva York Bernard Nathanson, un ginecólogo que llegó a ser considerado en su tiempo el rey del aborto; se asegura que Nathanson llegó a practicar más de 60.000 abortos, llegando a fundar en 1969 la "Asociación Nacional para la Revocación de las Leyes contra el Aborto". Nathanson impulsó el aborto libre y legal, mientras rechazaba y criticaba las ideas de los movimientos pro-vida. Pero hubo un día en el que Nathanson entró en crisis y todas sus tesis empezaron a desmoronarse, fue cuando tuvo la ocasión de observar el corazón de un feto en los monitores electrónicos, entonces comenzó a plantearse por vez primera "qué era lo que estábamos haciendo verdaderamente en la clínica". Así escribió un sonado artículo en la revista médica "The New England Journal of Medicine", en el que relataba su experiencia con los ultrasonidos, afirmando que en el feto existía vida humana, incluyendo declaraciones tales como: "el aborto debe verse como la interrupción de un proceso que de otro modo habría producido un ciudadano del mundo. Negar esta realidad es el más craso tipo de evasión moral". Más adelante realizó un nuevo experimento que sirvió de material para un documental que sorprendió a la comunidad médica y al mundo, corría el año 1984 y se tituló "El grito silencioso"; Nathanson le había pedido a un amigo suyo que se dedicaba a practicar abortos que colocase un aparato de ultrasonidos sobre la madre, grabando la intervención; así lo hizo -explica Nathanson- y, "cuando vio las cintas conmigo, quedó tan afectado que ya nunca más volvió a realizar un aborto."

Esta historia -abajo dejo un enlace para quien quiera profundizar en ella- nos puede llevar a conclusiones que van mucho más allá de un argumento contra algo que hizo proclamar a Julián Marías que “Lo más grave que ha sucedido en el siglo XX es la aceptación social del aborto provocado”; por supuesto que escuchar la vida de Nathanson reafirma la convicción de quienes pensamos que el aborto es un crimen y haberle otorgado carta de naturaleza, un error histórico, pero también supone una lección de honestidad por parte de alguien que ha sido capaz de cambiar de rumbo, de reconocer su tremendo error y los grandes males causados al comprobar la realidad, así como un aval de confianza en la humanidad, en cuanto cualquier hombre o mujer puede llegar a deshacer un camino equivocado, a recomponer la figura y sacar bien del mal.

http://www.fluvium.org/textos/lectura/lectura13.htm

7 de marzo de 2011

Una corbata con efectos secundarios

No se si todos los hombres tendemos al capricho, aunque me imagino que quien más quien menos tendrá sus antojos por mucho que haya quien camine con fría pose de asceta; en mi caso existe, porqué no confesarlo, cierta debilidad hacia los libros y las corbatas. Hace un par de veranos vi que en un establecimiento bastante "pijo" de la calle Alfonso de Zaragoza había en oferta una corbata que me entró por los ojos, era verde y llevaba pequeñas flores grabadas: aprovechando que me tenía que comprar una camisa la tentación fue irresistible y acabé incluyendo el referido complemento en el lote. No me la pongo mucho, pues no tengo claro que sea muy combinable, pero el pasado miércoles la elegí para el atuendo del día. Por la tarde me marchaba a Sevilla y, como tuve que marchar sin solución de continuidad del trabajo a la Estación, emprendí el viaje sin poner por obra la aconsejable operación de ponerme ropa cómoda. Así llegué a la Estación de Delicias con americana y corbata, la que he mencionado y figura en la foto.

En la dicha estación, tras comer de cualquier manera en esa especie de restaurante-almacén que han puesto, me encontré a un viejo amigo al que acompañé a coger el autobús que le iba a llevar a tierras castellanas, tras lo que decidí tomarme un cortado -descafeinado, por supuesto- en el bar de la Estación de buses. Allí trabaja desde hace tiempo una chiquita -el cartelito que lleva junto al bolsillo izquierdo anuncia que se llama Marga- de cuyo temple puedo dar fe, ya que hace un tiempo vi con que elegancia y paciencia trataba a un borracho que estaba dando la murga al personal, además de ser bastante guapa y tener una voz bien bonita. Allí estaba ella y me atendió con su buen hacer habitual.

Cuando me dispuse a pagar la moza me preguntó si trabajaba en la RENFE, haciéndolo en un tono por el que intuí presumía una respuesta afirmativa, le dije que no y aboné el importe, suponiendo que la pregunta se debía a que los empleados deben de tener un precio especial, o incluso que la consumición es gratuita. Lo que me dejó con la curiosidad alterada fue el hecho de que la chica pensara que era empleado de la casa, pues me parece que no tengo cara de ferroviario, hasta que me di cuenta de que la corbata tenía un aire parecido a las que usan los revisores.

No es mi primera experiencia de confusiones causadas por la indumentaria, pues más de una ocasión me ha ocurrido que deambulando con traje en el Corte Inglés algún individuo o individua me ha preguntado si le podía atender, pero no deja de ser curiosa la situación, pues uno se encuentra bien contento de la corbata que ha comprado y resulta que le acaban confundiendo con un personaje uniformado. Y que conste que además de considerarles unos profesionales competentes y respetabilísimos, no discuto la elegancia de los revisores. Casi me recordó una serie cómica americana de la tele de mi infancia, de esas con risas enlatadas, en las que la protagonista acudía a una fiesta de lujo con un traje cuya tela coincidía íntegramente con la de la tapicería de las sillas: al fin y al cabo todo son vanidades.




6 de marzo de 2011

El olor del azahar



Desde el miércoles por la noche al viernes a primera hora de loa tarde he estado en Sevilla; el apretado horario de los asuntos que me llevaron hasta allí me ha impedido disfrutar de algo tan impagable como callejear por la capital hispalense y visitar monumentos, edificios y establecimientos, pero a pesar de no haber ido mucho más allá del Hotel Vinci y las instalaciones de "Cajasol", no he dejado de vivir esos momentos de encanto que siempre suceden cuando estás en Andalucía y, de manera muy especial, en Sevilla. Por esta razón no puedo pasar sin homenajear a esa tierra donde la vida es de otra manera, y no digo que lo sea mejor ni peor, simplemente distinta.

Ya la primera noche, cuando junto a dos colegas de profesión llegábamos al hotel, ocurrió un sucedido que demostró que estábamos ante otra filosofía de la vida; delante del taxi que ocupábamos circulaba un pequeño utilitario que a mitad de una pequeña calleja se detuvo, bajando su ocupante, una mujer joven que tras poner el pié en la calzada inició una conversación con el conductor, tras la que se dirigió al maletero, lo abrió y comenzó a consultar con aquél que objetos se llevaba y cuales dejaba allí; mientras tanto nuestro taxi seguía parado a la espera de que los de delante tomaran decisiones, sin que el taxista hiciera el más mínimo gesto de impaciencia. Quienes estábamos como clientes del taxi comentamos que si eso ocurre en Zaragoza los bocinazos e improperios no hubieran tardado en aparecer, algo que comentamos a dicho taxista, quien sin inmutarse nos contestó que "¡pá que voy a decir nada, si encima me pueden soltar una fresca!" ... efectivamente, allí el tiempo se mide de otra manera y no seré yo quien niegue lo acertado de esos planteamientos de paciencia y ausencia de prisa.

Esa misma noche, ya a hora tardía pues una avería del AVE nos hizo llegar con tres cuartos de hora de retraso, disfrutamos de una cena informal en un establecimiento típico del lugar, con camareros tan premiosos como simpáticos, todos cargados con el gracejo de la zona, único e inimitable. Allí descubrí las "ortiguillas" -anémonas fritas-, el cazón y el vino de naranja, además de un par de manzanillas y otras viandas igual de excelentes.

El resto del tiempo fue de trabajo, con las únicas excepciones de una visita en la tarde noche del jueves a los Reales Alcázares, un lugar majestuoso, sencillamente impresionante, con unos artesonados, unas habitaciones y unos jardines propios de "Las mil y una noches". El viernes por la mañana asistí a uno de esos desayunos periodísticos con discursos y preguntas que resultó una experiencia, pues nunca había acudido a ninguno, aunque uno debe de tener bien claro que a los mismos hay que acudir, paradójicamente, bien desayunado, pues mientras el invitado principal va exponiendo sus opiniones no hay valiente que se atreva a comenzar a darle al churro, a la medianoche o a la tostada con mantequilla. Eso sí, lo más impresionante del evento fue el marco incomparable del Hotel Alfonso XII de Sevilla, un edificio remodelado con total acierto y que es, por dentro y por fuera, precioso.

Cuando empieza la primavera en Sevilla comienza a lucir el olor del azahar, la flor característica empieza a asomar sus primeros esbozos y la ciudad se llena de ese aroma que la define, porque todos sabemos que los aromas, los perfumes, son unos de los signos más identificativos de lugares, ambientes y personas. El azahar sólo mostraba sus primeros síntomas, pero aún ese ligero inicio supuso una sensación especial, distinta y única. Porque pasar, aunque sea deprisa y corriendo, sin apenas detenerse, por Sevilla supone indentificarte con el azahar y vivir en un mundo de arte y poesía.



5 de marzo de 2011

"Waltz of Goodbye", Mireille Mathieu



Siempre me ha encantado la canción francesa, la de intérpretes que cantan con sentimiento, la de canciones que siempre usan la palabra amor, con ese sonido tan elegante del idioma francés; canciones lentas y melódicas, que suelen hablar de amores desdichados, de olvidos y nostalgias. Los nombres de Jacques Brel, Edith Piaff, Charles Aznavour, Gilbert Becaud, Juliette Greccó, Marie Laforet, ... se encuentran en la lista de mis preferencias.

Mireille Mathieu es conocida como el "ruiseñor de Avignon", apelativo que nos indica tanto donde nació como la excelente valoración que el pueblo francés ha hecho de su modo de cantar. Sin ningún género de dudas, la francesa ha sido una de las grandes intérpretes galas de una ápoca tan dorada como fueron los años 60 y 70. Mireille comenzó desde abajo: su padre era cantero y fue la mayor de 14 hermanos, debiendo trabajar en una fábrica. La canción con la que consiguió hacerse notar fue "La vie en rose", uno de los temas míticos de la gran Edith Piaf, de quien fue considerada sucesora. La cantante de Avignon triunfó en toda la regla por todo el mundo, llegando a cantar junto a intérpretes de la talla de Dean Martin, Frank Sinatra, Maurice Chevalier, Paul Anka, Plácido Domingo y Engelbert Humperdink, con quien bordó "El último vals".

Mathieu ha sido considerada frecuentemente como la voz de Francia, interpretando por ejemplo el himno nacional del país, "La Marsellesa" delante del entonces presidente Jacques Chirac. También son excelentes sus versiones de grandes éxitos internacionales como "the winner takes it all" del grupo sueco Abba, la melodía de la película "Un hombre y una mujer", "La paloma", "Solamente una vez" o el tema de amor de "juegos prohibidos". No obstante, me ha parecido formidable este "Waltz of Goodbye" que traigo hoy.