17 de noviembre de 2010

Un violinista en el metro

En los últimos veintisiete años he viajado bastante a Madrid, por lo que no puedo precisar el tiempo exacto en que tuve la vivencia que hoy relato; fue, eso seguro, hace bastante tiempo, por supuesto en el siglo pasado. Bajaba yo las escaleras de acceso a una estación del metro -tampoco puedo asegurar cual era, aunque juraría que se trataba la del Banco España, junto a la Plaza de la Cibeles- y, entre la diversísima "jauría humana" que por allí se encontraba me llamó la atención un individuo de mediana edad, alto y delgado, que tocaba el violín para recaudar unos fondos con los que subsistir. Me acuerdo perfectamente que la pieza que sonaba era el "adagio" de Albinoni, uno de los pocos temas de música clásica que un ignorante en la materia como yo -¡y bien que me duele el tiempo perdido!- es capaz de identificar. Me parece una composición preciosa y escucharla sirve de descanso y relax, a la vez que favorece la oración y la paz interior.

El escenario, evidentemente, era original y, desde luego, muy poco elegante: gente que entra y sale deprisa, agobiada y poco comunicativa, personajes del lumpen a la espera de su oportunidad, pedigüeños, ... pero en medio de un ambiente tan poco favorable a la sensibilidad, la música del violín, que era tocado con finura y acierto -al menos sonaba muy bien- imponía un toque distinto y creaba un aire de cierta magia y arte que transformaba en belleza lo que era mundano y prosaico. No se por qué razón me sentí muy a gusto, y pensé que la escena era uno de esos regalos inesperados que nos ofrece el día, no sólo a pesar del lugar tan poco "glamouroso", sino posible y precisamente por desarrollarse allí.

Desde entonces esta pequeña obra de Tomaso Albinoni, un compositor barroco nacido en Venecia el año 1671, tiene para mí un tono especial, y en cuanto la oigo la relaciono, con ese automatismo tan sorprendente, con un día incierto de un año incierto en una oscura y poco lucida estación de Metro madrileña. Y es que uno nunca deja de sorprenderse como tantas veces los sucesos más insignificantes, inesperados y aparentemente intrascendentes acaban dejándonos huella, convirtiéndose en parte de nuestra pequeña historia personal. Vete a saber que habrá sido de ese modesto violinista, cómo llegó hasta allí y qué vida llevó posteriormente, aunque ese día consiguió, cuando menos, dejar su huella en mi memoria.


14 comentarios:

Tommy dijo...

Ahí va una historia parecida. Caminaba yo una mañana por las calles de Burgos más próximas a la Catedral -ésas de las que hablaba Modestino hace poco en este mismo blog- cuando me encuentro en una esquina con un grupo de cinco individuos de aspecto inconfundiblemente europeo del Este cantando una melodía que sonaba a típica rusa. No era extraño que la gente les diera monedas, que era lo que se pretendía, pues cantaban francamente bien. Continué paseando y a los pocos minutos vi un cartel que anunciaba un próximo concierto de una orquesta sinfónica con coros perteneciente a una de estas nuevas repúblicas que antes estaban integradas en la URSS, así que deduje que me acababa de cruzar con una parte del espectáculo. Curiosa forma de ganarse un sobresueldo, pensé. Eso sí, los cantantes callejeros llamaban la atención tanto por la calidad de sus voces como por lo felices y contentos que se les veía, así un poco como de resaca. ¿Sería el vodka? Aunque eran poco más de las 10 de la mañana... También me vinieron a la memoria aquellos tiempos del chiste del Reader's Digest de que un cuarteto de cuerda ruso era una orquesta sinfónica rusa después de una gira por Occidente.

Otro sitio famoso por la calidad de sus músicos callejeros, tanto cantantes como solistas virtuosos de instrumentos diversos, es el Barrio Gótico de Barcelona. Un aliciente más, si hacía falta alguno, para pasear por allí.

Modestino dijo...

Que buen complemento al post tu historia rusa. Aunque no se si el chiste puede valer al revés: en la época soviética una orquesta sinfónioca rusa podía regresar a Moscú siendo un cuarteto ...

ana dijo...

"... los sucesos más insignificantes, inesperados y aparentemente intrascendentes acaban dejándonos huella, convirtiéndose en parte de nuestra pequeña historia persona."

Yo muchas veces pienso que cuando un día nos juzgue el Altísimo, el juicio impecable que hará de nuestro tiempo tendrá como base la capacidad que tuvimos de crear para los demás, momentos así, de esos que dejan huella y paz en el alma...

... así que pienso en ese violinista. Y en su gran premio.

En mi pueblo todos los veranos se celebra un curso nacional de música, es maravilloso caminar por cualquier esquina, en verano, a primera hora de la mañana, y tener el sonido de un violín, de un chelo, de una tuba... y esa gente joven con tanta ilusión que se contagia. Y lo que ya es estupendo es que se instalen un día en la esquina de tu casa. Y se ganan, además de un trocillo de cielo, un sobresueldo... que de momento, es lo que les hace más ilusión.

Entrañable post.

Un abrazo.

Modestino dijo...

Me reconforta eso de que cuando nos juzgue el Altísimo tendrá en cuenta estas nimiedades, ... y es que hay quien va muy deprisa por la vida y estas cosas hasta le parecen supérfluas.

annemarie dijo...

Las cosas supérfluas son las que nos definen, en mi opinión (sigue la sabiduría del Reader's Digest, pero es tan verdad... :)) y la falta de cuidado con ellas nos define sin remedio. :))

Uno de los mejores conciertos de mi vida lo escuché también en una estación de metro, que los funcionarios intentaban cerrar porque había pasado ya el último tren. Dos chicos muy jovenes tocaban saxofone, improvisando jazz a la vez, completandose las frases, una cosa inolvidable, un ambiente impecable, completamente magico. Tuvo que venir la policía, en muy buen plan, eso sí, porque la muchedumbre no dispersaba. Apoteose final, increíble.

Modestino dijo...

Cuando veo a alguien tocando música en el metro -en Madrid abundan estos músicos de "túnel"- no suelo resistir la tentación de echarles algo.

annemarie dijo...

Sí, yo también, pero al mismo tiempo me da verguenza, es desconfortable no sé porqué

sunsi dijo...

Me imagino la escena... Una adagio que me ha parecido un gemido entre tanto ajetreo... No creo que el violinista anónimo quisiera llamar la atencción. Hubiera elegido otra melodía. Regalar música, poesía... y tal vez alguien se pare para apreciarlo... y eche algo para que el violinista coma y pueda seguir tocando. ¿Qué habrá sido de él?

Precioso post, Modestino.

veronicia dijo...

Allá a las 8:30 de la mañana cuando leido la entrada sin tiempo de comentar nada esposo me ha dicho que hoy Modestino habia hecho una entrada preciosa hablando del adagio de Albioni, y así me he enterado de que esa es una de sus obras favoritas... lo que es la vida...

A estas horas escribo y ya he ido pensando en todas las personas que he escuchado tocar en la calle y la experiencia que más gravada me quedo fue en Valencia; unos gitanos que con un teclado tocaban canciones estilo Camela mientras hacian subir y bajar una cabra por una escalerita que juerga toda la mañana (lo recuerdo y me rio)
Un abrazo...

Modestino dijo...

Super clásico lo de los gitanos y la cabra; al parecer hubo epocas en que iban con un oso.

Brunetti dijo...

Al leer la curiosa historia burgalesa tan bien narrada por Tommy, y siendo él tan cinéfilo, no puedo evitar intervenir para decir que su anécdota me ha traído rápidamente a la memoria una película que vi este verano en un pequeño cine llamada "El Concierto". A mí me encantó, y por eso la he recomendado a varios amigos, aunque sé que las críticas no fueron pacíficas a la hora de valorarla.

Salud!

tomae dijo...

Me has recordado esa historia... de la que también he encontrado
esto...


Al margen de esta historia, tú lo has dicho "dejar su huella en mi memoria"; es lo que tiene la música, que queda en nuestra memoria... a cada uno de una forma diferente...

Tommy dijo...

Me has pillado, Brunetti. No he visto "El concierto", aunque he oído hablar de ella. No se puede abarcar todo.

Anónimo dijo...

Lo único malo de la historia es que ese adagio lacrimógeno y postwagneriano no lo compuso Tomaso Albinoni (1671-1751), sino su biógrafo Remo Giazotto (1910-1998), que de la misma forma que se inventaba documentos inexistentes para sus libros, se inventó una extraña historia de que le habían mandado una partitura (que nadie ha visto) desde la Biblioteca de Dresde con ocho compases de un bajo continuo y que él recostruyó todo lo demás. Publicó su obra (que no debe llamarse "Adagio", de Albinoni, sino "Adagio de Albinoni", de Remo Giazotto) en 1955.