11 de octubre de 2008

Un excelente profesor de literatura

Me parece que ya he hablado en varias ocasiones de mi admiración por el profesor que me dio literatura en 6º de Bachillerato; supongo que al cabo de tantos años que los de mi generación terminamos el colegio, cada uno guardará en sus entretelas los buenos y malos recuerdos, y correrán por su interior los nombres de aquellos profesores cuya enseñanza nos ha ayudado de manera especial en nuestra vida, aún en pleno camino.

Corría el curso 1973-74 y yo cursaba mis estudios, desde hacía bastantes años, en el Colegio Montearagón, uno de los primeros que se ubicó a la zona del Canal Imperial y que era conocido por los taxistas como "el del tranvía". Mi profesor de literatura -omito su nombre, porque no se si le gustarán las alabanzas públicas- era una persona joven, seria y, sobre todo, sentía pasión por lo que era el objeto de su trabajo. Disfrutaba leyendo, sabía mucho y cuando nos explicaba sus cuidadas lecciones uno se daba cuenta que hablaba de lo que sabía, de lo que había leído, de lo que le gustaba.

Tengo la conciencia bien clara de no haber aprovechado suficientemente la ocasión que la providencia me dio de aprender a elegir la buena literatura; a veces uno recurre en demasía a lo fácil y ligero, a esa literatura a la que un tipo que conocí, algo pedante y fatuo, llamaba "efímera", en perjuicio de los libros cuya época no pasa nunca. A pesar de ello conservo en mi memoria unos cuantos consejos, bastantes recomendaciones y algunas magistrales apologías.

El inicio del curso coincidió con el fallecimiento de Pablo Neruda, ocurrido el 23 de septiembre de 1973, doce días después de que en su país el golpe de estado del general Augusto Pinochet terminará con el gobierno de Salvador Allende; la primera clase de literatura posterior a la muerte del poeta chileno fue dedicada al mismo y nuestro profesor repartió fotocopias de un poema titulado "En mi país, alambre" que analizamos minuciosamente. Sin pretender que fuera una heroicidad, no deja de suponer cierta audacia e independencia de criterio dedicar una clase a Neruda estando como estábamos aún en plena dictadura.

El otro día ya comenté como me ayudó a descubrir los artículos de Larra; con su voz característica, pausada, elegante y con cierto acentillo catalán, nos leyó "El Castellano viejo", una sátira francamente deliciosa sobre la falta de elegancia y decoro de determinadas personas; no se limitaba además a explicar el aspecto meramente literario, entraba en profundidades y ponía en una maravillosa relación la obra con su autor,, con su época, con su carácter, con su historia personal.

Otra lección inolvidable fue la referente a San Juan de la Cruz; el adolescente imberbe de 15 años que era yo entonces pensaba que San Juan de la Cruz era un santo más, alguien incluido en la nómina de quienes han llegado a los altares como Santo Domingo Sabio, San Cosme o Santa Gertrudis; por fin entendí que el santo abulense es uno de los mejores poetas de nuestra literatura, que su "Cántico espiritual" puede ser la composición más bella que se ha creado nunca.

La explicación relativa a la época del Siglo de Oro también resultó provechosa; recuerdo de manera muy especial tres temas: la explicación de la obra de Cervantes, que no se limitó al estudio del "Quijote", sino que nos ayudó a conocer el resto de sus libros, y aprendimos el valor de "La Galatea", "Los trabajos de Persiles y Segismunda" o las "Novelas ejemplares"; en segundo lugar todo el estudio de Lope de Vega, con él aprendí no solamente el valor de su obra épica, lírica y dramática, sino toda la riqueza de su azarosa vida; finalmente quedan en mi memoria las explicaciones acerca de Quevedo, puesto en contraposición con el culteranismo de Góngora.

De él recibí consejos literarios excelentes, como la lectura de Juan Ramón Jiménez, Machado o Lorca, la de una obra teatral deliciosa de Alejandro Casona, "Nuestra Natacha", el valor de los "Episodios Nacionales" de Benito Pérez Galdós o el descubrimiento de los grandes novelistas españoles de posguerra como Miguel Delibes, Ana María Matute o Rafael Sánchez Ferlosio.

Estábamos en la edad del pavo y eramos bastante insoportables; eramos capaces de sacarle punta a cualquier tic, peculiariedad o punto débil de cualquier profesor, pero todo lo nos tuvo que aguantar valió la pena, porque fue capaz de abrir en muchos el amor por la lectura.

Fotos: http://www.unex.es/, articulo.mercadolibre.com.ar, http://www.papelenblanco.com/,


6 comentarios:

Anónimo dijo...

Siempre he pensado que, si en todas las clases de literatura que se imparten a lo largo de nuestra geografía se impusiera la costumbre de leer en voz alta un libro durante media hora (no más), resultaría que, al cabo de un curso escolar, los alumnos habrían leído, casi si darse ni cuenta, una media aproximada de 6 libros; es decir, mucho más de la media de lo que leen los adultos a lo largo de un año. Y estoy seguro que más de 5 u 8 ó 10 de esos alumnos sentiría curiosidad por seguir leyendo en sus ratos de ocio.

Quizá es que yo, como estoy tan alejado de lo que se cuece en las aulas, viva en la inopia; pero es algo que considero tan sencillo, barato y práctico, que a menudo me pregunto por qué demonios a nadie se le ocurre implantar esa costumbre. En fin...

sunsi dijo...

No vives en la inopia. Hay profes-muy pocos- que lo hacen. Ellos consideran que se matan muchos pájaros de un tiro. Los alumnos enriquecen su léxico, aprenden ortografía a través de algo que se nos olvida:la memoria visual, suscita interrogantes entre los alumnos, les genera inquietudes y... se dan cuenta de que leer es apasionante. Pero hay un pero. Lo deseable sería que no tuvieran que realizar trabajos pesadísimos después de cada libro. Esos trabajos se cargan una incipiente afición por los libros. El tema es el de siempre"cómo evaluar los ratos de lectura". Y se puede, con un poco de imaginación , hacerlo oralmente sin que ellos se den cuenta de que estás poniendo nota.

Yo no digo que esto sea fácil, pero es la principal labor del docente. Que sepan leer, que comprendan lo que leen, que les guste lo que leen. Si no, no sabrán estudiar ni desarrolar un tema ni expresarse...

Perdón.Me he extendido demasiado. Pero es que soy filóloga y he dado muchas clases de lengua y literatura en mi vida. Y me he tenido que oír que lo que hacía en clase era perder el tiempo.

Anónimo dijo...

Acabo de descubrir tu blog... y ya solo por la frase de Carmen Martin Gaite que lo acompaña... creo que me pasaré siempre a ver tus letras.

Ana.

Modestino dijo...

Estas invitada a pasar cuando quieras, y a intervenir siempre.

annemarie dijo...

Cuando llegue el Día del Juicio y los grandes conquistadores y juristas y los estadistas vengan a recibir su recompensa – sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en el mármol perpetuo – el Altísimo dirá a Pedro, no sin una cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo, “Mira, estos no necesitan recompensa. No tenemos aquí nada para darles. Les encantaba leer”. – Virginia Woolf

Me encantó leer tu post de hoy.

Modestino dijo...

Genial tu cita, que desconocía. Efectivamente, el gusto por leer es un privilegio. Un libro enseña, acompaña, ayuda, consuela y hasta empuja a ser mejor.